11-S: las heridas del ayer, el desafío de hoy

Por: Enzo Galimberti.

La mañana del 11 de septiembre de 2001 comenzó como cualquier otra en Nueva York. El sol iluminaba las Torres Gemelas, íconos del poder financiero estadounidense, cuando dos aviones comerciales se estrellaron contra ellas y las convirtieron en ruinas humeantes. El mundo entero se detuvo frente a las pantallas. En cuestión de horas, la certeza de seguridad global se había desplomado junto con los colosos de acero y vidrio.

El ataque fue planificado y ejecutado por Al Qaeda, liderada por Osama bin Laden, como un golpe directo al corazón de Occidente. Sus raíces se hundían en décadas de tensiones: la presencia militar estadounidense en Medio Oriente, las guerras pasadas en Afganistán y la percepción de una invasión cultural y política de Occidente sobre el mundo islámico. El choque no fue solo físico, fue simbólico: buscaba desafiar a la superpotencia hegemónica del planeta. Estados Unidos no dudó y sacó a relucir la bestia que llevaba en su interior.

En el ámbito político, la reacción fue inmediata: Estados Unidos declaró la “guerra contra el terrorismo”, aprobó la Ley Patriota y creó nuevas estructuras de seguridad que ampliaron los poderes de vigilancia y control interno. La política exterior se redefinió con un tono completamente belicista, inaugurando una era de intervenciones militares que marcarían el nuevo siglo.

En lo económico, Wall Street cerró durante varios días, los mercados se desplomaron y la industria aérea entró en crisis. Sin embargo, el gasto militar abrió una nueva fase de expansión para el sector de la defensa y la seguridad, creando un andamiaje económico que aún hoy sigue sosteniéndose.

En lo social y religioso, el miedo se convirtió en una presencia constante. La figura del terrorista, asociada al islam, alimentó estigmatizaciones y un clima de sospecha en aeropuertos y ciudades del mundo. La islamofobia creció en Occidente, se atacaron mezquitas y millones de musulmanes comenzaron a ser vistos con recelo. Hubo agresiones contra comunidades enteras, y en Estados Unidos una mayoría clamaba por venganza, un deseo que fue rápidamente satisfecho con las primeras ofensivas militares.

En lo geopolítico, la invasión de Afganistán en 2001 y luego de Irak en 2003 marcaron un nuevo ciclo de intervencionismo estadounidense. Se abrió así una etapa de guerras prolongadas que redibujaron el mapa de Medio Oriente y alteraron el equilibrio internacional.


Veinticuatro años después, las consecuencias siguen vivas, aunque transformadas:

En el ámbito político, Estados Unidos ya no ejerce la misma hegemonía incuestionable. La retirada caótica de Afganistán en 2021 dejó en evidencia los límites de su poder. La política antiterrorista, que dominó los primeros años tras el 11-S, cedió terreno a nuevas prioridades: la rivalidad con China, la guerra en Ucrania, el regreso de tensiones propias de la Guerra Fría y el permanente conflicto con regímenes como el de Venezuela.

En lo económico, el 11-S impulsó una industria global de seguridad que hoy mueve miles de millones de dólares. Empresas de vigilancia, ciberseguridad y control fronterizo se expandieron como nunca antes. Sin embargo, el costo de las guerras posteriores superó los 8 billones de dólares, dejando deudas, cicatrices y una economía estadounidense obligada a replegarse para fortalecerse antes de volver a competir en la arena internacional.

En lo social, la generación que creció bajo la sombra del terrorismo ahora enfrenta nuevas ansiedades: la polarización política, la desinformación y las pandemias. El recuerdo del 11-S, sin embargo, sigue marcando la cultura de la seguridad: descalzarse en los aeropuertos, mostrar documentos y aceptar la vigilancia se volvieron parte de la vida cotidiana. La discriminación religiosa ya no es tan fuerte como hace dos décadas, pero Estados Unidos vive una lucha racial, xenófoba e ideológica constante. La confrontación entre izquierda y derecha se ha intensificado a nivel mundial, visible incluso en países como Argentina con la llegada de Javier Milei a la presidencia, y en el propio Estados Unidos con la confrontación cada vez más violenta entre Demócratas y Republicanos.

En lo religioso, la islamofobia persiste aunque con menor intensidad. El atentado reforzó divisiones que aún perduran: por un lado, se impulsaron diálogos interreligiosos para sanar heridas; por otro, crecieron discursos extremistas en distintos rincones del planeta.

En lo geopolítico, Medio Oriente sigue siendo un epicentro de inestabilidad. Afganistán volvió a manos talibanes, Irak continúa fragmentado y el terrorismo se desplazó hacia África y Asia. El “mundo posterior al 11-S” ya no está dominado por el miedo a Al Qaeda, pero sí por los conflictos que aquel día encendió. Hamas, heredera del extremismo en otras regiones, provocó nuevos estragos y reforzó la tensión global. Estados Unidos financia a Ucrania en su lucha contra Rusia, mientras figuras como Trump y Putin buscan, con dificultad, escenarios de paz. A su vez, Washington respalda militar, económica y políticamente a Israel frente a Irán y otros países árabes. Paralelamente, abrió una inesperada guerra contra el narcotráfico en Centroamérica, apuntando también al narcoestado y la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela.


Para terminar con este artículo tan extenso, dejo la conclusión: El 11 de septiembre fue más que un ataque: fue una grieta en la historia contemporánea. En 2001, el planeta entró de golpe en el siglo XXI, con un recordatorio brutal de que el poder, por más grande que parezca, puede ser vulnerable. Hoy, cada vez que se recuerda aquella mañana, no solo se evocan las vidas perdidas: se revive la certeza de que ese día el mundo cambió para siempre, y que aún seguimos viviendo entre sus ruinas y aprendizajes.