Cuando el odio escribió la historia.

Por: Enzo Galimberti.

El mundo entero contenía el aliento a fines de la década de 1930. Las heridas de la Gran Guerra todavía supuraban en Europa: ciudades arrasadas, pueblos hambrientos, familias enteras que jamás volvieron a reunirse. Alemania, humillada y empobrecida, buscaba un redentor, y lo encontró en un hombre de voz dura y mirada encendida: Adolf Hitler. Su promesa era simple y peligrosa: devolver el orgullo a una nación quebrada, aunque el precio fuera arrastrar al mundo hacia el abismo.

El 1 de septiembre de 1939, cuando los tanques alemanes cruzaron la frontera polaca, el silencio se rompió. Las sirenas comenzaron a sonar en las ciudades, los niños eran llevados a sótanos y refugios, y los soldados marchaban sin saber si regresarían. Así empezó la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que no se limitó a cañones y trincheras: fue una guerra de ideas, de imperios que soñaban con dominarlo todo y de pueblos que resistieron con uñas y dientes.

El mundo se dividió en dos. De un lado, el Eje: Alemania, Italia y Japón, unidos por la ambición de expandir fronteras y someter pueblos. Del otro, los Aliados: primero el Reino Unido y Francia; más tarde, la Unión Soviética, tras ser atacada, y Estados Unidos, después del rugido de las bombas sobre Pearl Harbor. China también resistía con tenacidad el embate japonés. Era como si todo el planeta se hubiese fragmentado en dos ejércitos colosales, cada uno convencido de que su causa era justa.

Europa cayó rápido bajo la bota alemana. París se rindió, y Londres resistía sola bajo el fuego de los bombardeos. La gente dormía en estaciones de metro convertidas en refugios, mientras arriba las bombas abrían cráteres en calles y plazas. Al este, Hitler lanzó su ejército contra la Unión Soviética: fue un invierno helado, de batallas interminables en Stalingrado, donde miles morían en cada esquina.

En Asia, Japón avanzaba sin freno. Ciudades chinas ardían y, tras el ataque a Pearl Harbor, los mares del Pacífico se convirtieron en cementerios de barcos. Pero la oscuridad empezó a ceder. En África, en el desierto, los Aliados detuvieron a los ejércitos del Eje. En Stalingrado, los soviéticos, hambrientos y agotados, lograron quebrar a los invasores. Y en Normandía, un amanecer gris de 1944 vio llegar miles de barcos aliados que desembarcaron en Francia: la esperanza había vuelto.

En 1945, Berlín ardía. Hitler se quitó la vida en un búnker mientras la ciudad caía. La historia oficial termina allí. La no oficial sostiene que Hitler, junto con otros jerarcas nazis, logró escapar a Argentina con la ayuda del militar Juan Domingo Perón. Lo que sí se pudo constatar es que submarinos alemanes llegaron a las costas argentinas y que muchos nazis responsables del régimen y del Holocausto vivieron en el país. Lo que no se ha demostrado de manera fehaciente es la presencia de Hitler: solo existen testimonios de lugareños que aseguraron haberlo visto, aunque sin pruebas que convencieran a los investigadores.

En el Pacífico, dos destellos indescriptibles marcaron el final: Hiroshima y Nagasaki quedaron reducidas a cenizas tras las bombas atómicas. La guerra terminó, pero el precio fue insoportable: más de 60 millones de muertos, ciudades destruidas, familias desgarradas para siempre.

Y, en medio de la victoria, el mundo descubrió los campos de concentración: lugares donde la dignidad humana había sido aniquilada. Hombres, mujeres y niños asesinados en un genocidio que dejó cicatrices imborrables. Fue el recordatorio más cruel de lo que el odio puede hacer cuando no encuentra límites.

Políticamente, los vencedores fueron los Aliados. Estados Unidos y la Unión Soviética se alzaron como superpotencias, mientras que el Reino Unido y Francia sobrevivieron, aunque debilitados. Alemania, Italia y Japón quedaron derrotados, ocupados y obligados a reconstruirse desde los escombros.

Hoy, más de setenta años después, todavía caminamos sobre las huellas de aquella guerra. Los acuerdos políticos, las fronteras de Europa, la desconfianza entre naciones, la cultura de la memoria e incluso la idea de los derechos humanos tienen raíces en esos años oscuros.

La Segunda Guerra Mundial fue el relato más amargo de la humanidad. Un cuento de ambición y dolor, pero también de resistencia y esperanza. Fue la historia de madres que esperaban a sus hijos en vano, de ciudades que renacieron de las cenizas y de un mundo que aprendió, a un costo inimaginable, que la paz es frágil y debe cuidarse.

Al recordar aquel tiempo, no lo hacemos solo para llorar a los caídos, sino para recordarnos que la guerra no es un destino inevitable, sino una elección. Y que cada generación, incluida la nuestra, tiene la responsabilidad de no volver a escribir un capítulo tan oscuro en el libro de la historia.


Felíz cumpleaños vieco.