El grito del Himalaya: ¿Qué pasa en Nepal?

Por: Enzo Galimberti.

Las montañas del Himalaya vieron encenderse algo más que antorchas de protesta. En Nepal, un país acostumbrado a lidiar con terremotos y crisis políticas recurrentes, el verdadero temblor vino esta vez de su propia juventud.

Lo que parecía una medida administrativa, una suspensión temporal de redes sociales para “proteger a la población de noticias falsas”, terminó siendo la chispa que encendió la hoguera. Bastaron unas horas de bloqueo a Facebook, WhatsApp, Instagram y YouTube para que miles de jóvenes, los llamados Gen Z, sintieran que se les arrebataba no solo la voz, sino la dignidad.

Al principio fueron marchas pacíficas, pancartas improvisadas, canciones que mezclaban consignas políticas con referencias a series y cultura pop. La bandera pirata de One Piece ondeaba en medio de la multitud, un símbolo inesperado pero poderoso: los jóvenes del Himalaya reclamaban libertad al estilo de los héroes de ficción que los habían acompañado en pantallas.

El gobierno retrocedió rápido, levantó la censura digital, pero el daño estaba hecho. El bloqueo no era el problema en sí; era la gota que desbordaba un vaso lleno de corrupción, desigualdad y falta de oportunidades.

El 8 de septiembre, la protesta se transformó en tragedia. La policía abrió fuego, primero con balas de goma y gases lacrimógenos, después con munición real. El saldo: 19 jóvenes muertos, cientos de heridos y una herida más profunda aún en el alma del país.

Las imágenes se hicieron virales: manifestantes golpeados, ministros huyendo en helicópteros, edificios gubernamentales envueltos en llamas. El Parlamento, las sedes partidarias, incluso la residencia presidencial: nada parecía intocable.

El primer ministro K.P. Sharma Oli, con apenas catorce meses en el cargo, no resistió la presión. Su renuncia llegó la noche del 9 de septiembre. No fue un gesto de dignidad, sino un acto de supervivencia política: sabía que su permanencia solo alimentaría la furia popular.

Mientras tanto, el presidente Ram Chandra Paudel fue rodeado de rumores de renuncia que el propio Ejército se apresuró a desmentir. Las Fuerzas Armadas patrullaban las calles bajo un toque de queda implacable, intentando controlar lo incontrolable.

Las consecuencias se sintieron rapidamente: En lo Económico hubo hoteles incendiados, turistas atrapados, el turismo (columna vertebral de Nepal) paralizado. Inversiones en fuga, comercios cerrados y un desempleo juvenil que crece como sombra.
En lo Social, la confianza en las instituciones se quebró como un vidrio. Los políticos, desprestigiados, fueron golpeados en las calles. La juventud, antes relegada, ahora reclama ser protagonista de una nueva historia. La protesta fue más que política. Fue una rebelión generacional, un quiebre cultural. Jóvenes que crecieron con internet, memes y anime se levantaron contra un sistema que no los representa.

La caída del primer ministro en Nepal no es sólo el epílogo de una crisis política; es el prólogo de una nueva era. Una juventud que creció entre terremotos, pobreza, emigración masiva por falta de oportunidades y extrema pobreza y también por promesas incumplidas se atrevió a desafiar a sus líderes y lo hizo con una fuerza que ya no puede ser ignorada.

El humo que todavía se eleva sobre Kathmandú no es solo el rastro de la destrucción: es el símbolo de un país que arde para renacer. Nepal ha demostrado que cuando la desigualdad se vuelve insoportable, cuando la corrupción ahoga la esperanza y cuando se intenta silenciar a quienes más futuro tienen por delante, las calles se transforman en parlamento y las plazas en urnas improvisadas.

Lo que sucede en Nepal es más que un conflicto local: es un espejo incómodo para otros países que atraviesan las mismas tensiones. Porque la chispa que encendió esta rebelión no pertenece solo a los Himalayas. Puede encenderse en cualquier lugar donde la juventud se sienta traicionada, donde la democracia sea una máscara vacía y donde la voz de una generación quiera abrirse paso a gritos.

Nepal, pequeño en territorio, se ha vuelto inmenso en lección: el futuro no se pide, se toma. Y lo que comenzó en sus montañas puede expandirse como un eco que atraviesa fronteras, recordando a todos los gobiernos del mundo que la paciencia de los pueblos tiene un límite.