Por: Enzo Galimberti.
Hay fechas que no viven en el calendario, sino en los conflictos de la memoria. El 12 de octubre es una de ellas. Año tras año, vuelve convertido en campo de batalla simbólico, en escenario de discusiones que atraviesan la historia, la ideología y la identidad. ¿Qué se conmemora exactamente? ¿Un descubrimiento, una conquista, un encuentro de mundos, un genocidio, una colonización o el nacimiento de una cultura nueva? Depende de quién lo diga. Depende de quién lo mire. Depende, en última instancia, de qué verdad se quiera defender.
El lado que habla de heridas:
Para una parte importante del pensamiento crítico, especialmente el que se nutre de corrientes de izquierda, el 12 de octubre es una herida abierta. No hay épica ahí, sino dolor. No hay gloria, sino despojo. Esta mirada sostiene que América no fue “descubierta”, porque América existía. Que aquí habitaban pueblos con organización social, arquitectura, sistemas agrícolas, astronomía, idiomas y espiritualidad antes de que las velas de Colón cruzaran el Atlántico.
Desde esa lectura, lo que ocurrió en 1492 fue el inicio de un ciclo de sometimiento: tierras arrebatadas, nombres borrados, lenguas silenciadas, culturas quemadas. Un continente entero reorganizado bajo la cruz y la espada. Se calcula que millones de indígenas murieron no solo por las guerras, sino por epidemias traídas de Europa y por sistemas de trabajo esclavizantes. Esa historia tiene consecuencias que todavía se sienten en los márgenes visibles de América: comunidades expulsadas, culturas originarias olvidadas, injusticias convertidas en paisaje.
Por eso quienes sostienen esta postura no hablan de “fiesta”, sino de memoria crítica. Para ellos, el 12 de octubre es una invitación a no olvidar que la colonización no fue un episodio aislado del pasado, sino el punto de partida de desigualdades que siguen vivas.
El lado que habla de legado:
Pero existe otra mirada, no menos fuerte. Para sectores asociados a visiones más cercanas a la derecha –ya sea en su forma liberal, conservadora o hispanista– el 12 de octubre no es sinónimo de opresión, sino de origen. Desde esta perspectiva, la llegada de Europa no destruyó América: la fundó tal como hoy la conocemos. Introdujo el idioma español que hoy une a cientos de millones de personas. Trajo el derecho escrito, las universidades, la arquitectura urbana y un marco civilizatorio que permitió construir naciones.
Esta mirada defiende que la historia debe juzgarse según su época y no desde la superioridad moral del presente. Que la violencia existió, sí, pero no como excepción europea: la humanidad entera está hecha de conquistas. Antes de Colón, América no era un paraíso igualitario. Existían grandes imperios que dominaban a otros pueblos; había esclavitud, sacrificios humanos y guerras internas. Europa no trajo al mal: lo reorganizó bajo otras formas y, con el tiempo, sentó las bases de Estados que dieron ciudadanía a millones.
Quienes piensan así hablan de Hispanidad. Y sostienen una idea interesante: sin España, sin su lengua y su cultura como columna vertebral, hoy América Latina no sería un continente, sino un archipiélago de tribus fragmentadas sin destino histórico. Celebran entonces el 12 de octubre como el nacimiento de una identidad: la que nos une culturalmente a ambos lados del océano.
¿Y si ambos tienen razón?
Durante décadas nos enseñaron a mirar la historia como una pelea por elegir bando. Blanco o negro. Víctimas o conquistadores. Pero el 12 de octubre es más complejo que una consigna. Es la prueba viva de que los orígenes suelen ser contradictorios.
Nuestra identidad nació en un conflicto. Somos hijos de una mezcla que no siempre fue voluntaria. Somos herederos de una tragedia y de una creación cultural sin precedentes. Somos descendientes de conquistados y conquistadores. De lenguas que fueron silenciadas y de una lengua que nos dio voz en el mundo. Somos memoria de resistencia y también herencia de civilización. Somos lo que duele y lo que queda.
Negar cualquiera de estos elementos es empobrecer la verdad. Y la historia, si ha de servirnos de algo, no puede estar escrita al servicio de resentimientos ni nostalgias: debe ayudarnos a entendernos.
Hay fechas que no viven en el calendario, sino en los conflictos de la memoria. El 12 de octubre es una de ellas. Año tras año, vuelve convertido en campo de batalla simbólico, en escenario de discusiones que atraviesan la historia, la ideología y la identidad. ¿Qué se conmemora exactamente? ¿Un descubrimiento, una conquista, un encuentro de mundos, un genocidio, una colonización o el nacimiento de una cultura nueva? Depende de quién lo diga. Depende de quién lo mire. Depende, en última instancia, de qué verdad se quiera defender.
El lado que habla de heridas:
Para una parte importante del pensamiento crítico, especialmente el que se nutre de corrientes de izquierda, el 12 de octubre es una herida abierta. No hay épica ahí, sino dolor. No hay gloria, sino despojo. Esta mirada sostiene que América no fue “descubierta”, porque América existía. Que aquí habitaban pueblos con organización social, arquitectura, sistemas agrícolas, astronomía, idiomas y espiritualidad antes de que las velas de Colón cruzaran el Atlántico.
Desde esa lectura, lo que ocurrió en 1492 fue el inicio de un ciclo de sometimiento: tierras arrebatadas, nombres borrados, lenguas silenciadas, culturas quemadas. Un continente entero reorganizado bajo la cruz y la espada. Se calcula que millones de indígenas murieron no solo por las guerras, sino por epidemias traídas de Europa y por sistemas de trabajo esclavizantes. Esa historia tiene consecuencias que todavía se sienten en los márgenes visibles de América: comunidades expulsadas, culturas originarias olvidadas, injusticias convertidas en paisaje.
Por eso quienes sostienen esta postura no hablan de “fiesta”, sino de memoria crítica. Para ellos, el 12 de octubre es una invitación a no olvidar que la colonización no fue un episodio aislado del pasado, sino el punto de partida de desigualdades que siguen vivas.
El lado que habla de legado:
Pero existe otra mirada, no menos fuerte. Para sectores asociados a visiones más cercanas a la derecha –ya sea en su forma liberal, conservadora o hispanista– el 12 de octubre no es sinónimo de opresión, sino de origen. Desde esta perspectiva, la llegada de Europa no destruyó América: la fundó tal como hoy la conocemos. Introdujo el idioma español que hoy une a cientos de millones de personas. Trajo el derecho escrito, las universidades, la arquitectura urbana y un marco civilizatorio que permitió construir naciones.
Esta mirada defiende que la historia debe juzgarse según su época y no desde la superioridad moral del presente. Que la violencia existió, sí, pero no como excepción europea: la humanidad entera está hecha de conquistas. Antes de Colón, América no era un paraíso igualitario. Existían grandes imperios que dominaban a otros pueblos; había esclavitud, sacrificios humanos y guerras internas. Europa no trajo al mal: lo reorganizó bajo otras formas y, con el tiempo, sentó las bases de Estados que dieron ciudadanía a millones.
Quienes piensan así hablan de Hispanidad. Y sostienen una idea interesante: sin España, sin su lengua y su cultura como columna vertebral, hoy América Latina no sería un continente, sino un archipiélago de tribus fragmentadas sin destino histórico. Celebran entonces el 12 de octubre como el nacimiento de una identidad: la que nos une culturalmente a ambos lados del océano.
¿Y si ambos tienen razón?
Durante décadas nos enseñaron a mirar la historia como una pelea por elegir bando. Blanco o negro. Víctimas o conquistadores. Pero el 12 de octubre es más complejo que una consigna. Es la prueba viva de que los orígenes suelen ser contradictorios.
Nuestra identidad nació en un conflicto. Somos hijos de una mezcla que no siempre fue voluntaria. Somos herederos de una tragedia y de una creación cultural sin precedentes. Somos descendientes de conquistados y conquistadores. De lenguas que fueron silenciadas y de una lengua que nos dio voz en el mundo. Somos memoria de resistencia y también herencia de civilización. Somos lo que duele y lo que queda.
Negar cualquiera de estos elementos es empobrecer la verdad. Y la historia, si ha de servirnos de algo, no puede estar escrita al servicio de resentimientos ni nostalgias: debe ayudarnos a entendernos.
