La grieta que no se ve, pero se siente

Por: Enzo Galimberti.

En el corazón de los Andes, un país vuelve a vivir su ciclo de tensión entre el poder y la protesta. Ecuador despierta, una vez más, con carreteras cortadas, banderas agitadas por el viento y un clima social en el que cada decisión del gobierno parece encender una chispa nueva.

El detonante fue la eliminación del subsidio al diésel, una medida económica que el presidente Daniel Noboa defendió como necesaria para equilibrar las cuentas del Estado, pero que en la vida cotidiana se tradujo en precios más altos, transporte más caro y una sensación de injusticia entre quienes dependen del combustible para trabajar o moverse.

Los primeros en reaccionar fueron los pueblos indígenas, quienes históricamente han sido los más organizados a la hora de expresar su descontento. En Ecuador, su voz no es menor: representan un sector social con fuerte identidad y capacidad de movilización. Sin embargo, esta vez el contexto es más complejo. No todos los ecuatorianos comparten la misma mirada sobre las protestas. En las ciudades, muchos ciudadanos apoyan el reclamo por considerar que las medidas fueron apresuradas, pero otros cuestionan los bloqueos y los enfrentamientos que paralizan el país. Entre la indignación y el cansancio, el debate se divide: ¿protesta legítima o caos provocado adrede?

Del otro lado, el gobierno se aferra a la idea de que el orden y la estabilidad deben prevalecer. Noboa decretó el estado de excepción en varias provincias y desplegó a las fuerzas de seguridad, lo que incrementó la tensión en las carreteras y los centros urbanos. Mientras tanto, las imágenes de choques entre policías y manifestantes recorren el mundo, convirtiéndose en símbolo de una grieta que no logra cerrarse.

En medio de ese pulso político, el país se divide en miradas contrapuestas. Hay quienes consideran que las comunidades indígenas se han convertido en un poder paralelo, capaz de frenar al Estado cada vez que las decisiones no los favorecen; y hay quienes, por el contrario, ven en ellas la última voz auténtica frente a un sistema que suele decidir desde arriba sin entender la realidad del interior. Del mismo modo, hay sectores que respaldan al gobierno y valoran su intento de imponer orden y estabilidad, mientras otros lo acusan de actuar con autoritarismo y sin diálogo. En ese cruce de percepciones, Ecuador refleja una vieja tensión que aún no resuelve: la de un país que busca avanzar, pero que sigue partido entre su capital y sus montañas, entre la voz del Palacio y la de los caminos.

Ecuador se encuentra, otra vez, en una encrucijada. La consulta popular anunciada por el presidente ecuatoriano para una eventual asamblea constituyente promete abrir un nuevo capítulo político, aunque pocos creen que resolverá los problemas de fondo. La desigualdad, la desconfianza y la distancia entre el Estado y la sociedad parecen seguir intactas.

En las noches de protesta, los rayos atraviesan los Andes como si el cielo también tomara partido. Los vehículos permanecen inmóviles sobre las rutas, los escudos de la policía devuelven el reflejo de las hogueras, y los ponchos se agitan al compás del viento helado. En esa escena tensa, humana y profundamente latinoamericana, se dibuja el dilema de una nación que sigue en busca de un equilibrio.