Por: Enzo Galimberti:América Latina es una región que nunca termina de detenerse frente al péndulo político. Se mueve, oscila, retrocede, avanza, se corrige y vuelve a girar. Derecha, izquierda, centro, progresismo, conservadurismo; todo convive en un mismo territorio que parece condenado o destinado a reinventarse cada década. Y sin embargo hay una raíz profunda que atraviesa a todo el continente desde mediados del siglo XX: la seducción persistente del socialismo. No un socialismo europeo, reformista o parlamentario, sino ese socialismo latinoamericano moldeado por mitos, guerrillas, revoluciones y relatos épicos, donde Cuba es el corazón simbólico y político.
La isla de Castro y del Che no solo inauguró la narrativa socialista regional, sino que la exportó. Primero como inspiración romántica, luego como estrategia. Desde La Habana salieron discursos, asesorías, militantes y manuales para influir en procesos políticos del continente, especialmente en Venezuela, que encontró en la Revolución Cubana un espejo donde mirarse y un camino ideológico para recorrer. Chávez abrazó ese legado y Maduro lo profundizó hasta convertir al país en un eje del llamado “socialismo del siglo XXI”. El efecto dominó alcanzó también a Nicaragua, donde Ortega consolidó un modelo autoritario que se justifica en la retórica revolucionaria mientras aplasta libertades básicas. Tres dictaduras en pleno siglo XXI que evidencian cómo ciertos relatos, aunque envejezcan, siguen funcionando en territorios marcados por la desigualdad y la frustración.
Aun así, la región no se explica sola desde la izquierda. Brasil, México y Colombia hoy viven gobiernos progresistas que, lejos del romanticismo cubano, juegan un ajedrez geopolítico más complejo. Lula, Claudia Sheinbaum y Gustavo Petro construyen una izquierda moderna, más institucional, pero igual de ambiciosa a la hora de buscar nuevos aliados estratégicos. Y allí aparece un punto clave: el coqueteo con China y Rusia. Como si América Latina hubiera reemplazado viejas dependencias por nuevas, estos gobiernos miran hacia Oriente en busca de inversiones, financiamiento, tecnología y respaldo político.
China, esa potencia que se presenta como socialista, pero que en la práctica alterna capitalismo y planificación estatal según convenga, se ha convertido en el socio preferido de buena parte del continente. Un “falso socialismo”, podría decirse, donde la ideología es solo un traje para uso externo. Rusia, por su parte, intenta recuperar influencia con acuerdos energéticos, cooperación militar y discursos antiestadounidenses que algunos gobiernos latinoamericanos reciben con simpatía. La disputa global se cuela en la región y cada país juega su propia partida.
El caso de Colombia es uno de los giros más sorprendentes. Un país que durante décadas fue el bastión más firme de la derecha continental eligió a Petro, un presidente de izquierda que impulsó una transformación profunda, incómoda para unos y esperanzadora para otros. Su llegada al poder no fue un simple cambio electoral: representó el quiebre de una tradición política arraigada. Colombia dejó de ser previsible para convertirse en un laboratorio ideológico donde conviven reformas, tensiones y una nueva mirada sobre la relación con Estados Unidos y con las potencias emergentes.
Así como Colombia giró hacia la izquierda, Bolivia decidió hacer el movimiento inverso. Después de largos años bajo la hegemonía del MAS y del liderazgo de Evo Morales, la sociedad mostró signos de desgaste y optó por un cambio, eligiendo a Rodrigo Paz, un presidente de centro-derecha que simboliza el cansancio frente al modelo anterior. No fue un giro abrupto, sino una corrección del rumbo, un intento de recuperar equilibrio después de un ciclo político que había perdido frescura.
Argentina, por su parte, protagonizó uno de los movimientos más drásticos de los últimos tiempos. Tras años de kirchnerismo, peronismo y un péndulo que parecía siempre volver al mismo punto, el país decidió darle la espalda a la izquierda y apostó por una derecha liberal radicalizada. La llegada de Milei representó no solo un rechazo al modelo anterior, sino un grito social que pedía cambios profundos y urgentes. La inflación comenzó a bajar, la economía dio señales de recuperación y las relaciones exteriores se reorientaron hacia Occidente, Israel, Estados Unidos y un pequeño grupo de aliados específicos. Pero ese recorte diplomático, aunque ideológicamente coherente, deja una pregunta abierta: ¿no debería Argentina abrir más su mapa de vínculos y evitar quedar atrapada en alianzas demasiado estrechas? Un país periférico necesita multiplicar puentes, no reducirlos.
Y todo esto ocurre en un continente donde la presencia de Estados Unidos sigue siendo fuerte, ya sea como aliado, como crítico o como sombra. América Latina vive en tensión permanente entre quienes buscan alinearse con Washington y quienes prefieren distanciarse para mostrarse una falsa soberanía. Sin embargo, incluso en ese debate aparece un matiz nuevo: ya no se trata solo de elegir entre Estados Unidos o la izquierda latinoamericana, sino entre un mundo occidental fragmentado y un bloque euroasiático cada vez más presente que da la falsa ilusión de que ayuda a los países latinos a ser "soberanos"
Mientras tanto, la gente vota, cambia, vuelve a votar, se entusiasma y se decepciona. Colombia abandona su histórica derecha, Argentina se cansa de la izquierda y la abandona, Bolivia experimenta un alivio después de años de un mismo rumbo, Brasil y México consolidan proyectos progresistas, y Venezuela, Cuba y Nicaragua permanecen aferradas a sus dictaduras como si el tiempo hubiera dejado de correr allí.
América Latina es un territorio que respira política de forma visceral. Y en cada cambio, en cada giro, en cada decepción o esperanza renovada, el continente vuelve a recordarnos que su identidad no es una ideología fija sino un movimiento perpetuo. Un vaivén que, visto desde afuera, parece caos; pero visto desde acá, desde adentro, no es más que la eterna búsqueda de un rumbo que todavía nadie logra definir del todo.
La isla de Castro y del Che no solo inauguró la narrativa socialista regional, sino que la exportó. Primero como inspiración romántica, luego como estrategia. Desde La Habana salieron discursos, asesorías, militantes y manuales para influir en procesos políticos del continente, especialmente en Venezuela, que encontró en la Revolución Cubana un espejo donde mirarse y un camino ideológico para recorrer. Chávez abrazó ese legado y Maduro lo profundizó hasta convertir al país en un eje del llamado “socialismo del siglo XXI”. El efecto dominó alcanzó también a Nicaragua, donde Ortega consolidó un modelo autoritario que se justifica en la retórica revolucionaria mientras aplasta libertades básicas. Tres dictaduras en pleno siglo XXI que evidencian cómo ciertos relatos, aunque envejezcan, siguen funcionando en territorios marcados por la desigualdad y la frustración.
Aun así, la región no se explica sola desde la izquierda. Brasil, México y Colombia hoy viven gobiernos progresistas que, lejos del romanticismo cubano, juegan un ajedrez geopolítico más complejo. Lula, Claudia Sheinbaum y Gustavo Petro construyen una izquierda moderna, más institucional, pero igual de ambiciosa a la hora de buscar nuevos aliados estratégicos. Y allí aparece un punto clave: el coqueteo con China y Rusia. Como si América Latina hubiera reemplazado viejas dependencias por nuevas, estos gobiernos miran hacia Oriente en busca de inversiones, financiamiento, tecnología y respaldo político.
China, esa potencia que se presenta como socialista, pero que en la práctica alterna capitalismo y planificación estatal según convenga, se ha convertido en el socio preferido de buena parte del continente. Un “falso socialismo”, podría decirse, donde la ideología es solo un traje para uso externo. Rusia, por su parte, intenta recuperar influencia con acuerdos energéticos, cooperación militar y discursos antiestadounidenses que algunos gobiernos latinoamericanos reciben con simpatía. La disputa global se cuela en la región y cada país juega su propia partida.
El caso de Colombia es uno de los giros más sorprendentes. Un país que durante décadas fue el bastión más firme de la derecha continental eligió a Petro, un presidente de izquierda que impulsó una transformación profunda, incómoda para unos y esperanzadora para otros. Su llegada al poder no fue un simple cambio electoral: representó el quiebre de una tradición política arraigada. Colombia dejó de ser previsible para convertirse en un laboratorio ideológico donde conviven reformas, tensiones y una nueva mirada sobre la relación con Estados Unidos y con las potencias emergentes.
Así como Colombia giró hacia la izquierda, Bolivia decidió hacer el movimiento inverso. Después de largos años bajo la hegemonía del MAS y del liderazgo de Evo Morales, la sociedad mostró signos de desgaste y optó por un cambio, eligiendo a Rodrigo Paz, un presidente de centro-derecha que simboliza el cansancio frente al modelo anterior. No fue un giro abrupto, sino una corrección del rumbo, un intento de recuperar equilibrio después de un ciclo político que había perdido frescura.
Argentina, por su parte, protagonizó uno de los movimientos más drásticos de los últimos tiempos. Tras años de kirchnerismo, peronismo y un péndulo que parecía siempre volver al mismo punto, el país decidió darle la espalda a la izquierda y apostó por una derecha liberal radicalizada. La llegada de Milei representó no solo un rechazo al modelo anterior, sino un grito social que pedía cambios profundos y urgentes. La inflación comenzó a bajar, la economía dio señales de recuperación y las relaciones exteriores se reorientaron hacia Occidente, Israel, Estados Unidos y un pequeño grupo de aliados específicos. Pero ese recorte diplomático, aunque ideológicamente coherente, deja una pregunta abierta: ¿no debería Argentina abrir más su mapa de vínculos y evitar quedar atrapada en alianzas demasiado estrechas? Un país periférico necesita multiplicar puentes, no reducirlos.
Y todo esto ocurre en un continente donde la presencia de Estados Unidos sigue siendo fuerte, ya sea como aliado, como crítico o como sombra. América Latina vive en tensión permanente entre quienes buscan alinearse con Washington y quienes prefieren distanciarse para mostrarse una falsa soberanía. Sin embargo, incluso en ese debate aparece un matiz nuevo: ya no se trata solo de elegir entre Estados Unidos o la izquierda latinoamericana, sino entre un mundo occidental fragmentado y un bloque euroasiático cada vez más presente que da la falsa ilusión de que ayuda a los países latinos a ser "soberanos"
Mientras tanto, la gente vota, cambia, vuelve a votar, se entusiasma y se decepciona. Colombia abandona su histórica derecha, Argentina se cansa de la izquierda y la abandona, Bolivia experimenta un alivio después de años de un mismo rumbo, Brasil y México consolidan proyectos progresistas, y Venezuela, Cuba y Nicaragua permanecen aferradas a sus dictaduras como si el tiempo hubiera dejado de correr allí.
América Latina es un territorio que respira política de forma visceral. Y en cada cambio, en cada giro, en cada decepción o esperanza renovada, el continente vuelve a recordarnos que su identidad no es una ideología fija sino un movimiento perpetuo. Un vaivén que, visto desde afuera, parece caos; pero visto desde acá, desde adentro, no es más que la eterna búsqueda de un rumbo que todavía nadie logra definir del todo.
