Por: Enzo Galimberti.
El aire en el Caribe se siente pesado. En las últimas semanas, las aguas que separan a Venezuela del resto del continente americano se han vuelto escenario de movimientos inquietantes: buques estadounidenses navegando cerca de las costas, aviones de combate realizando patrullas, y el de Nicolás Maduro que observa con recelo cada radar que se enciende sobre el horizonte. Lo que comenzó como una serie de operaciones contra el narcotráfico por parte de Estados Unidos, ha escalado hasta convertirse en uno de los puntos de tensión más delicados del continente.
Washington sostiene que su presencia militar tiene fines de seguridad y que busca frenar el flujo de drogas hacia su territorio. Caracas, en cambio, lo percibe como una provocación directa, una forma de presión política que amenaza su soberanía. En medio de comunicados cruzados, advertencias y ejercicios militares del ejército de USA en Puerto Rico, la desconfianza ha vuelto a teñir las relaciones entre ambos países, reviviendo una rivalidad que nunca terminó de apagarse desde los años de Hugo Chávez. Estados Unidos ha endurecido su discurso, señalando a Venezuela como un eje del narcotráfico y de la corrupción institucional. La narrativa oficial en Washington habla de seguridad hemisférica; la de Caracas, de soberanía nacional. Dos visiones irreconciliables que hoy se enfrentan no solo con palabras, sino con despliegues de poder.
En caso de que el conflicto escale, las líneas de apoyo parecen relativamente claras, aunque no necesariamente equilibradas. Venezuela, debilitada por años de crisis económica, sanciones y fuga de capital humano, conserva aún algunos viejos aliados. Rusia mantiene con Caracas acuerdos técnicos y de defensa que datan de más de una década, y aunque su apoyo no sería necesariamente directo, podría proveer inteligencia, armamento o respaldo diplomático. China, más cautelosa pero interesada en preservar sus inversiones energéticas, jugaría el papel de socio silencioso, evitando confrontar abiertamente con Washington pero defendiendo la estabilidad venezolana. Irán, por su parte, ha encontrado en Venezuela un aliado político en el hemisferio occidental, lo que le da una oportunidad para incomodar a Estados Unidos desde su propio “patio trasero”.
Estados Unidos, en cambio, cuenta con una red de apoyo mucho más amplia. Su poder militar y su influencia diplomática garantizan el respaldo automático de la OTAN, aunque es poco probable que Europa desee involucrarse directamente en un conflicto caribeño. En el continente, Washington podría recibir cooperación logística de varios países, especialmente de aquellos que mantienen tratados de defensa o acuerdos bilaterales. Para muchos gobiernos de la región, alinearse con Estados Unidos sigue siendo sinónimo de estabilidad y protección.
Se disputa la narrativa del poder en América Latina: si el hemisferio sigue bajo la tutela histórica de Washington o si Rusia y China logran consolidar su presencia política y económica en la región. Una guerra, por mínima que fuera, tendría efectos devastadores: migraciones masivas, crisis humanitarias, desabastecimiento de combustibles y una ola de inestabilidad que podría arrastrar a países vecinos como Colombia (que su actual presidente Petro está en contra del Gobierno de Trump), Brasil o Trinidad y Tobago.
Un enfrentamiento abierto entre ambas naciones sería una catástrofe. El aparato militar venezolano, debilitado por la falta de mantenimiento y la fuga de oficiales, difícilmente podría resistir una ofensiva prolongada. Sin embargo, un ataque estadounidense no sería tampoco un paseo: enfrentaría la condena de buena parte de la comunidad internacional, protestas en América Latina y un posible aumento de la influencia rusa y china en respuesta.
El impacto económico sería inmediato. El petróleo venezolano, clave para el mercado energético mundial, dejaría de fluir; los precios del crudo se dispararían; y las cadenas de suministro globales sufrirían un nuevo golpe. La región entera podría sumirse en una crisis migratoria sin precedentes, con millones de desplazados buscando refugio.
En el fondo, las verdaderas causas de la guerra no se reducen a una disputa territorial ni ideológica. Detrás de cada movimiento, se esconde una lucha por el poder, la influencia y el control del futuro de América Latina. Y como en toda historia donde la tensión crece antes del estallido, todos saben que, si la guerra comienza, nadie saldrá indemne.
El aire en el Caribe se siente pesado. En las últimas semanas, las aguas que separan a Venezuela del resto del continente americano se han vuelto escenario de movimientos inquietantes: buques estadounidenses navegando cerca de las costas, aviones de combate realizando patrullas, y el de Nicolás Maduro que observa con recelo cada radar que se enciende sobre el horizonte. Lo que comenzó como una serie de operaciones contra el narcotráfico por parte de Estados Unidos, ha escalado hasta convertirse en uno de los puntos de tensión más delicados del continente.
Washington sostiene que su presencia militar tiene fines de seguridad y que busca frenar el flujo de drogas hacia su territorio. Caracas, en cambio, lo percibe como una provocación directa, una forma de presión política que amenaza su soberanía. En medio de comunicados cruzados, advertencias y ejercicios militares del ejército de USA en Puerto Rico, la desconfianza ha vuelto a teñir las relaciones entre ambos países, reviviendo una rivalidad que nunca terminó de apagarse desde los años de Hugo Chávez. Estados Unidos ha endurecido su discurso, señalando a Venezuela como un eje del narcotráfico y de la corrupción institucional. La narrativa oficial en Washington habla de seguridad hemisférica; la de Caracas, de soberanía nacional. Dos visiones irreconciliables que hoy se enfrentan no solo con palabras, sino con despliegues de poder.
En caso de que el conflicto escale, las líneas de apoyo parecen relativamente claras, aunque no necesariamente equilibradas. Venezuela, debilitada por años de crisis económica, sanciones y fuga de capital humano, conserva aún algunos viejos aliados. Rusia mantiene con Caracas acuerdos técnicos y de defensa que datan de más de una década, y aunque su apoyo no sería necesariamente directo, podría proveer inteligencia, armamento o respaldo diplomático. China, más cautelosa pero interesada en preservar sus inversiones energéticas, jugaría el papel de socio silencioso, evitando confrontar abiertamente con Washington pero defendiendo la estabilidad venezolana. Irán, por su parte, ha encontrado en Venezuela un aliado político en el hemisferio occidental, lo que le da una oportunidad para incomodar a Estados Unidos desde su propio “patio trasero”.
Estados Unidos, en cambio, cuenta con una red de apoyo mucho más amplia. Su poder militar y su influencia diplomática garantizan el respaldo automático de la OTAN, aunque es poco probable que Europa desee involucrarse directamente en un conflicto caribeño. En el continente, Washington podría recibir cooperación logística de varios países, especialmente de aquellos que mantienen tratados de defensa o acuerdos bilaterales. Para muchos gobiernos de la región, alinearse con Estados Unidos sigue siendo sinónimo de estabilidad y protección.
Se disputa la narrativa del poder en América Latina: si el hemisferio sigue bajo la tutela histórica de Washington o si Rusia y China logran consolidar su presencia política y económica en la región. Una guerra, por mínima que fuera, tendría efectos devastadores: migraciones masivas, crisis humanitarias, desabastecimiento de combustibles y una ola de inestabilidad que podría arrastrar a países vecinos como Colombia (que su actual presidente Petro está en contra del Gobierno de Trump), Brasil o Trinidad y Tobago.
Un enfrentamiento abierto entre ambas naciones sería una catástrofe. El aparato militar venezolano, debilitado por la falta de mantenimiento y la fuga de oficiales, difícilmente podría resistir una ofensiva prolongada. Sin embargo, un ataque estadounidense no sería tampoco un paseo: enfrentaría la condena de buena parte de la comunidad internacional, protestas en América Latina y un posible aumento de la influencia rusa y china en respuesta.
El impacto económico sería inmediato. El petróleo venezolano, clave para el mercado energético mundial, dejaría de fluir; los precios del crudo se dispararían; y las cadenas de suministro globales sufrirían un nuevo golpe. La región entera podría sumirse en una crisis migratoria sin precedentes, con millones de desplazados buscando refugio.
En el fondo, las verdaderas causas de la guerra no se reducen a una disputa territorial ni ideológica. Detrás de cada movimiento, se esconde una lucha por el poder, la influencia y el control del futuro de América Latina. Y como en toda historia donde la tensión crece antes del estallido, todos saben que, si la guerra comienza, nadie saldrá indemne.
