¿Petro, el nuevo Maduro? La pregunta que inquieta a toda la región

Por: Enzo Galimberti.

Colombia atraviesa uno de esos momentos en que la historia parece contener la respiración. Las viejas certezas se desmoronan, los símbolos cambian de bando y la política, ese escenario donde siempre dominó la derecha, se encuentra ahora bajo el timón de un gobierno de izquierda que desafía los moldes de medio siglo. Gustavo Petro encarna esa ruptura: la de un país que, por primera vez, decidió mirar hacia otro horizonte, aunque todavía no sepa qué tan lejos puede llegar sin perderse.

Durante décadas, Colombia fue el ejemplo más fiel del modelo conservador en la región. La alianza con Estados Unidos era casi sagrada, el libre mercado una religión, y cualquier discurso social o progresista se tildaba de amenaza.

Pero el cansancio social y las heridas de la guerra, fueron gestando una rebelión silenciosa: la de un pueblo que ya no creía en las recetas de siempre.

El ascenso de Petro no fue solo una elección: fue un símbolo. Una generación entera, marcada por la frustración y la ausencia de oportunidades, decidió confiar en un antiguo insurgente que hablaba de justicia, soberanía y redistribución. El problema, sin embargo, es que la esperanza nunca llega sola. Con ella también despertaron los viejos miedos: el empresariado receloso, la oposición atrincherada, los medios que evocan el fantasma del comunismo y un país que teme convertirse en espejo de sus vecinos más convulsos.

El ascenso de Petro no fue solo una elección: fue un símbolo. Una generación entera, marcada por la frustración, decidió confiar en un antiguo insurgente que hablaba de justicia, soberanía y redistribución. El problema, sin embargo, es que la esperanza nunca llega sola. Con ella también despertaron los viejos miedos: el empresariado receloso, la oposición atrincherada, el fantasma del comunismo y un país que teme convertirse en espejo de sus vecinos más convulsos. Esos vecinos que ya pasan a ser hermanos, ya que la población venezolana crece.

Petro gobierna entre fuegos cruzados. Desde adentro, enfrenta un Congreso fragmentado, sindicatos que lo presionan, y movimientos sociales que no siempre coinciden con su idea de cambio. Desde afuera, siente el peso de Washington, que observa con recelo el cambio de timón que tuvo Colombia. Petro ha declarado que Colombia busca incorporarse al bloque BRICS (Brasil-Rusia-India-China-Sudáfrica) como miembro pleno o con estatus asociado. Petro sabe, que China ofrece oportunidades de inversión y desarrollo infraestructural que Colombia considera estratégicas. El reciente conflicto diplomático con Estados Unidos expuso con crudeza esa tensión latente. Un incidente en el Caribe —una embarcación destruida en circunstancias nunca del todo aclaradas— encendió la chispa. Petro habló de soberanía, de independencia, de dignidad nacional, dejando muy en claro su postura e ideología.

Mientras el poder discute sobre ideologías y tratados, en los territorios más olvidados del país la guerra sigue respirando. Los disidentes de las FARC —aquellos que nunca firmaron la paz o que la rompieron con desilusión— han retomado las armas, ocupando el vacío que dejó un Estado ausente. A su alrededor giran otras sombras: el ELN, el Clan del Golfo, los carteles del narcotráfico, y una violencia que muta pero no desaparece.

En esas regiones, la ideología no tiene color: solo hambre, miedo y cansancio. Allí, la política es una palabra lejana, y la paz, una promesa que envejece sin cumplirse.

Colombia ha cambiado de bandera política, y con ello también cambió su manera de mirar el mundo. La pregunta es si este viraje traerá la redención prometida o si abrirá nuevas grietas donde antes había muros. Porque si bien la derecha gobernó durante años, la izquierda corre ahora el riesgo de confundirse en su propio reflejo: creer que el ideal justifica el exceso, que la moral reemplaza a la razón, o que el enemigo está siempre afuera y nunca dentro.

La llegada de una supuesta idea progresista al poder despierta esperanzas en algunos pobladores y temores en otros. Muchos se preguntan si ese impulso de “justicia social” no terminará convirtiéndose en una nueva forma de control; si el discurso del cambio no encierra, en el fondo, la tentación del poder perpetuo. En un país donde los extremos siempre han dictado la historia, Petro se enfrenta al desafío de demostrar que no será otro líder que confunde la revolución con la revancha. Porque detrás de cada promesa de igualdad puede esconderse —como ya ocurrió en Venezuela— la sombra de un nuevo autoritarismo.

Resulta paradójico que mientras Colombia, eterno bastión de la derecha, decide girar hacia la izquierda en busca de renovación, Argentina —histórico refugio del populismo peronista y kirchnerista— emprende el camino inverso y se entrega a un proyecto liberal que promete desatar los nudos del pasado. Dos naciones que, cansadas de sí mismas, se miran en el espejo contrario con la esperanza de hallar la respuesta que no encontraron en casa.

Tal vez el reto de esta Colombia nueva no sea derribar lo anterior, sino aprender de lo que funcionó y corregir lo que dolió.